Reflexiones del Seminario de Pensamientos y Movimientos Pedagógicos en America Latina, con la Maestra Piedad Ortega.
Por: Catalina Botero y Jorge David Vallejo
Como un rio
por el que pasó una tormenta en días de pandemia, y ahora se renueva con un
baño de luz lunar y solar, finalizamos los Seminarios: Pensamientos y
Movimientos pedagógicos en América Latina, movilizades, con muchas
preguntas y reflexiones, pero también con la satisfacción de haber vivido esta gran
experiencia, que nos recubre a su vez de una especial responsabilidad y un
llamado a la acción, en un país y en un mundo con tantos desafíos,
especialmente en el campo educativo.
Con las
lecturas, las conferencias vistas en YouTube, nuestra participación activa en
los seminarios y la realización de los diferentes ejercicios propuestos, como
este, se van afianzando con el trasegar del tiempo nuestras comprensiones sobre
las categorías que son columna vertebral de esta maestría en la que nos hemos
embarcado. Una de ellas, el pensamiento crítico.
Hace unos
años antes de iniciar esta maestría, relacionábamos el pensamiento crítico,
mucho más con el salirse de esa lógica binaria de pensamiento categórico
“tradicional”, de certezas, que ve todo blanco o negro; para abrazar un
pensamiento lateral (De Bono, 1991), difuso (Diez, 2006). En la maestría hemos
adquirido nuevas concepciones y miradas de lo que implica el pensamiento
crítico, otros referentes, otros entendimientos sobre sus evoluciones
históricas y epistemológicas, para comprender como esta se entrelaza con la pedagogía
crítica.
Especialmente
en los últimos Seminarios sobre pensamientos y movimientos pedagógicos en
América Latina, nos hemos acercado a unas miradas de lo critico, desde un
macromolde crítico contemporáneo, inspirado en los aportes de Karl Marx y
desarrollado por “la Escuela de Frankfurt desde los años 1930 en adelante, bajo
la influencia de Max Horkheimer (1895-1973), Theodor W. Adorno (1903-1969) y
otros autores destacados” (Losada y Salas, 2008, p. 55). Permitiéndonos situar
esos constructos epistémicos, teóricos, ontológicos y teleológicos que hemos
hecho alrededor de la educación y la pedagogía crítica, y así ir descubriendo,
cómo llega a nuestro contexto y como se va generando esta corriente
latinoamericana, expresada, en la educación popular, pero también en la
educación intercultural, etnoeducativa, decolonial, en las educaciones
feministas y en los proyectos educativos emancipadores de las poblaciones
indígenas, afros, campesinas, raizales, de mujeres y disidentes sexuales.
Martínez y
Guachetá (2020) nos van a decir respecto del pensamiento crítico que:
Hacer crítica exige tomar una posición responsable y autónoma frente a
un asunto; implica el desarrollo de dos procesos básicos: elaborar juicios y
discernir. Llegar a estos procesos o potenciarlos exige procesos de formación,
cognitivos y metacognitivos, y la activación y potenciación de las capacidades,
valores, virtudes y habilidades sociales (p. 66).
Sin embargo,
el desarrollo de este pensamiento no se queda ahí, hay un llamado a transformar
los contextos, empezando por uno mismo, por la casa, lo comunitario; hay un
llamado a tomar posiciones y tomar conciencia, como lo dice Piedrahita (2015)
impulsados desde la afectividad y el deseo, donde se descubre “una forma de
vivir en movimiento y apertura” (p. 54 ). Por su parte, Peter McLaren va hablar
más que de deseo, de amor revolucionario, que se da con la pedagogía crítica,
en la cual hay una lucha por transformar esa relación entre educador y educando
(Bruschtein, 2010). Son esas apropiaciones del pensamiento crítico, en clave de
vínculo ético, de alteridad y resistencia política, las que resonaran en
quienes luego desarrollaron estas miradas críticas en lo educativo, lo
pedagógico y lo didáctico.
Freire
(1970) nos va proponer una educación problematizadora, que nos libere de la
dominación y nos lleve a luchar por la emancipación. Y en esa misma línea,
Hinkelammert (2007), nos va decir que el interés del pensamiento crítico hoy es
la búsqueda de la emancipación humana, “la humanización de las relaciones
humanas mismas y de la relación con la naturaleza entera” (p. 43). Lo cual
devela esa intencionalidad política, de una pedagogía llamada por el mismo
Freire, como del oprimido, de la indignación, pero también de la pregunta, de
la esperanza y de la autonomía.
Siendo esta
educación problematizadora, liberadora, emancipadora, la materia, y la
didáctica el soporte; la pedagogía vendría siendo la que nos da la perspectiva
y direccionamiento. Por tanto, resulta muy importante entender con McLaren, que
no hay una sola pedagogía critica, que hay muchas pedagogías críticas, con
puntos en común entre todas ellas. Y en el mismo sentido, Cabaluz (2015), nos
va plantear que estas no conforman “un cuerpo teórico-práctico sistemático,
central y unitario (p. 33); sino que por el contrario, se reconoce su carácter múltiple
y diverso.
Entendimos
que entre todas las pedagogías críticas, la Educación Popular, es la expresión
latinoamericana por excelencia de esta. Allí encontramos como gran referente a
Paulo Freire, quien nos va decir que “la educación no cambia la sociedad, pero
si forma a las personas que van a cambiar la sociedad”. Una frase que hoy más
que nunca es pertinente asumir, especialmente por lo que nos va recalcar Mélich
(1998) cuando expresa que el que no quiera responsabilizarse del mundo que no
eduque, pues la tarea de educar “implica un compromiso con el mundo, con la
tradición y con la historia” (p. 2).
De acuerdo
con Ortega (2020) “la pedagogía crítica recoge los legados de Paulo Freire
desde la década de los setenta configurando un referente epistémico, ético y
político que orienta los saberes, las prácticas y proyectos en nuestros
contextos” (p. 109). Sus aportes fueron claves, para reconocer la esencia ética
y política de y en las prácticas de formación, pero más allá de eso y de sus
importantes contribuciones a las pedagogías alternativas, Freire será siempre
uno de los principales influenciadores del “pensamiento emancipador mundial”
(Torres, 2009, p. 22).
De otro
lado, Giroux y McLaren (1998), plantean que la pedagogía critica no tiene que
ver únicamente con las prácticas de enseñanza, sino que implican también un
reconocimiento de las prácticas culturales, que sustentan dichas prácticas
educativas. Nos muestran entonces una pedagogía anfibia, dinámica, híbrida,
abierta al diálogo entre diversos campos. Al ser sobre todo una praxis política
y ética, está comprometida en todas aquellas iniciativas locales, comunitarias,
procesos de movilización política, en prácticas de animación socio cultural,
educación sindical (Ortega, 2020), entre otras prácticas educativas, no
necesariamente del entorno educativo formal.
Igualmente,
Cabaluz (2015) nos va plantear que:
La pedagogía crítica latinoamericana se enraíza en la construcción de
movimiento social y popular, por lo que no se limita a transformar las relaciones
sociales educativas, sino que apunta a transformar el conjunto de relaciones
sociales de dominación y opresión presentes en la sociedad; se asume que la
construcción de una sociedad más justa e igualitaria debe encarnarse desde el
ahora en las prácticas educativas, para esto se requiere crear prácticas
educativas horizontales, participativas, cooperativas, solidarias, que abran
caminos alternativos de acción colectiva y comunitaria (p. 38).
Son
pedagogías entonces que se han enfrentado a los proyectos contrahemonicos e
institucionales, impuestos desde arriba, para movilizarse entre la denuncia y
la protesta y para proyectarse y potenciarse en prácticas construidas desde
abajo, “desde lo local, en el territorio, agenciadas por grupos, colectivos, organizaciones
sociales y populares” (Martínez y Guachetá, 2020, p. 238). Con lo anterior, se
han logrado transformar paradigmas en los cuales los sujetos son moldeados,
encasillados y determinados por un entorno, del que se inculca que no hay
escapatoria, como una especie de túnel sin salida.
Volviendo a
Freire, como dijimos antes, su obra va posicionar que la pedagogía es “una práctica
de formación ética y política, y de ahí que sostengamos que la construcción de
ésta es un campo en tensión permanente (Ortega, 2020, p. 63). De manera que,
esta ética va poner en el centro a educandos y educadores populares, para que
asumamos una actitud crítica frente a la opresión y las imposiciones
culturales, económicas, políticas y educativas, reivindicando así la dignidad
humana, la concienciación y la liberación del mundo.
Asimismo,
McLaren (1993) ve la ética como una base importante e indispensable para una
revitalización de nuestras escuelas, “como lugar de autotransformación y de
transformación social” (p. 107), tomando lo señalado por Giroux (1998) sobre la
desmoralización y despolitización de las relaciones entre ética, sociedad y
educación (Pereyra, 2004), para decir luego conjuntamente que la educación debe
apuntar a la afirmación y práctica del discurso de libertad y democracia, a
través de una formación en el diálogo, el debate y el compromiso social (Giroux
y McLaren, 1998). Son estos puentes, los que nos dan un mayor entendimiento de
esa dimensión ética presente en la educación esperanzadora que nos proponen las
pedagogías críticas.
De otro
lado, esa dimensión política que Freire le otorga a la educación y a la
pedagogía como práctica, se va desprender de los constructos epistemológicos
provenientes de filósofos leídos por el pensador Brasileño, como Marx, de quien
rescata esa idea de que los filósofos están llamados a tratar de transformar el
mundo, que no basta solo con interpretar de diversos modos el mundo, y que
somos nosotres quienes hacemos que cambien las circunstancias.
Freire va
considerar además, que la ética se halla vinculada con la economía política,
como ciencia de las relaciones económicas que los hombres contraen en el
proceso de producción, una vinculación que tiene por base la relación efectiva
en la vida social de los fenómenos económicos con el mundo moral (Gelvis y
Useche, 2009). Por lo que es clave esa conexión que hace entre la educación, la
cultura y la ética, para lograr encontrar esas vías de humanización por las que
la educación popular va navegar, develando las diversas injusticias, violencias
y precarizaciones que se evidencian en las condiciones socioeconómicas de
nuestros territorios.
De modo que
los entramados de este saber pedagógico crítico, van a exigir del
reconocimiento de estos contextos y de las realidades complejas de los sujetos;
para a partir de ahí, construir unos fines y experiencias, acordes a unas
intencionalidades concertadas y democráticas, en las que sea posible potenciar
los diversos procesos de movilización que se requieren activar, desplegando
todo un proceso de formación y organización de militancias sólidas y amorosas
(Ortega, 2020). Es por ello que de acuerdo con Ortega (2020):
Las prácticas educativas populares exigen de la construcción de
repertorios políticos sostenidos desde una ética de la responsabilidad
asumida esta como cuidado, hospitalidad y acogida de un “otro”, en un
encuentro de corporeidades en conflicto que se mueven en el plano de una
significación subjetiva y de un reconocimiento social (p. 63). (Negrillas
nuestras).
En otras
palabras, este conjunto de actores, prácticas y discursos, se van compactando
bajo unos mismos lineamientos y orientaciones éticas y políticas emancipadoras,
desde estos posicionamientos críticos frente a la dominación y el sistema
social y capitalista imperante (Torres, 2007), pero va existir siempre la
necesidad de ese despertar y de ese trabajo en red, que explosione como lava
volcánica, al movimiento popular y a los diversos sectores sociales, que los
impulsen a contribuir con el ensanchamiento de la conciencia y la subjetividad,
utilizando métodos participativos, dialógicos y críticos (Ortega, 2020).
Aparece
entonces otra categoría medular para nosotres, y es la subjetividad, que
es el campo de acción y representación de los sujetos, sin el cual según Freire
(1970), no seriamos auténticos y por tanto su reivindicación debe ser radical.
La
construcción de nuestras subjetividades, como modos de ser, pensar, sentir,
desear, disfrutar, satisfacernos, se hace permanente, entendiendo que siempre
estamos en proceso de formación, no somos sujetos terminados, tal como lo
indica Adorno (1966 y 1984). En el mismo sentido, se va sumar Hinkelammert
(2005) cuando señala que el ser humano como sujeto no es ninguna sustancia, es
potencialidad humana, es decir que la formación de subjetividades críticas y
emancipatorias, es siempre posible, pues contamos con las “capacidades para
pensar, crear y experimentar otras formas de habitar el mundo” (Martínez y
Guachetá, 2020, p. 21) al ser sujetos con búsquedas constantes, inacabados y en
construcción diaria.
En esta
misma línea Rauber (2006) nos va expresar que no existen sujetos a priori; como
actores sociales podemos constituirnos o no en sujetos, a través de la
participación en los procesos de transformación social (autoconstitución); de
tal manera que, devenimos y nos configuramos en y desde múltiples
interacciones, vínculos y escenarios. Esto se relaciona con lo que nos plantea
Zemelman (2010), al afirmar que la producción de subjetividad no sucede en un
campo ya definido, sino en una dinámica de constitución continua, en un campo
problemático que conjuga las dimensiones micro y macrosociales, que se pueden
reconocer en la vida cotidiana, es decir que esta se construye también en el
plano colectivo. De tal manera que, según los planteamientos que hace este gran
pensador Chileno, en los cuales conecta la subjetividad con el desarrollo
humano y los procesos macrohistóricos, se requiere para que los sujetos seamos
formadores de nuestra propia realidad:
Un esfuerzo
máximo de distanciamiento de los sesgos que impone la lógica de dominación como
lógica que impone una mirada de lo social. De lo que se desprende la
importancia de una forma de pensar la realidad histórica desde la potencialidad
que se contiene en el surgimiento y transformación de los sujetos, con toda la
fuerza que contienen, más allá de las formas organizativas que asuman en un
momento histórico dado (Zemelman, 2010, p. 8).
No obstante,
Zemelman (2011) también va dejar claro, que “abordar el sujeto significa no
otorgarle el rango de señor soberano de la naturaleza, sino reconocer su
historicidad antes que limitarse a rescatar una voluntad de poder en tanto
subjetividad que se ve seriamente exaltada” (p. 35), tampoco es quedarse con la
idea que nos propuso Descartes, de que pienso y luego existo, ni con
otros reduccionismos, que terminan disolviendo los avances colectivos,
atomizados por el caldo de cultivo de la competitividad y del reconocimiento
del éxito personal como mecanismo para mostrar presencia social (Zemelman,
2011).
Cabe señalar
por otra parte, la propuesta que nos hace De Sousa Santos (2006) sobre la
necesidad imperiosa de desarrollar subjetividades rebeldes y no subjetividades
conformistas, lo cual va tener total sentido si profundizamos en su idea de
construir una sociología de las ausencias, que se revele ante las cinco
monoculturas de las que habla: 1) del saber y del rigor que acoge solo lo
científico y lo cuantitativo, descartando otras formas de saber y construcción
de conocimiento. 2) del tiempo lineal de la historia, en la que se borran
memorias y prevalece solo lo de los países desarrollados. 3) del sistema
racial, reflejado en jerarquías, asimetrías y diversas formas de dominación,
discriminación y minorización. 4) del universalismo y los estados nación. Y 5)
del productivismo capitalista y neoliberal (Torres, 2009).
Subjetividades
rebeldes, que desencadenen las cinco ecologías que Torres (2009) resumirá muy
bien:
1) Ecología de los saberes, que posibilite un diálogo entre las ciencias
y otras prácticas culturales como el saber ancestral, el saber campesino y
popular; 2) Ecología de las temporalidades; 3) Ecología del reconocimiento; 4)
Ecología de la “trans-escala”; y, 5) Ecología de las productividades (p. 30).
Asimismo,
Torres (2009) nos va decir que las subjetividades alternativas no deben
limitarse a obtener y divulgar información o contenidos críticos, sino más
bien, potenciar las estrategias de conocimiento crítico y de pensamiento
emancipador, “a partir de reconocer los saberes y disposiciones previas, así
como de asumir las opciones, los criterios y los aportes pedagógicos
provenientes de la propia educación popular y de las otras prácticas culturales
y sociales críticas” (p. 29), necesarias para reconstruir otros paradigmas
emancipadores y transformar la realidad.
Una realidad
que desde el discurso hegemónico, y las lógicas de poder imperantes, desata
unas matrices que nos pretenden dominar, asignándonos un rol, una función, que
nos hace evadir la responsabilidad con nosotros mismos, por lo que volviendo a
Zemelman (2012) es clave entender que, “determino porque estoy determinado y
estoy determinado porque determino” Y en ese sentido, se requieren mayores
espacios de creatividad, donde construyamos nuestra subjetividad. Espacios
enriquecidos por procesos de formación, que propendan por ampliar nuestra
autonomía y nuestra subjetividad, enriqueciendo nuestro lenguaje y
reconfigurando dispositivos e instrumentos que permitan reapropiarnos como
sujetos, y apartarnos de esa visión en la que se ve al individuo como un objeto
determinado por las circunstancias.
En otras
palabras, según Zemelman, el gran desafío de la educación hoy, es que la gente
vuelva a recuperarse como persona, como sujeto, y eso pasa por un proceso de
formación, en la que como seres humanos, cumplamos con el cometido de construir
nuestra propia realidad, a partir de ese deseo de construirla, por el presente
que necesitamos y el futuro que queremos.
En efecto,
de acuerdo con Martínez y Guachetá (2020) “la apuesta es porque la formación de
subjetividades de praxis emancipatoria, atraviese y permee los diferentes
escenarios de formación, y las aulas actúen como nichos de micropolítica en
tanto escenarios para la resistencia” (p. 257). Lo anterior, entendiendo que
estos escenarios de micropolítica, son trascendentales, como lugares donde las
y los maestros tienen la opción de promover espacios de subjetivación por fuera
de los escenarios de dominación (Garavito, 1999). Teniendo en cuenta, además,
que es en estos en donde se reciben las directrices externas, globalizadas,
mesiánicas y cosmopolistas (Gray, 2008), en las cuales se hacen visibles
también, las necesidades que tenemos de relevar lo instituido, para ubicarnos
en términos de Gramsci, en lo instituyente, que se distancie de estas políticas
externas, emanadas de superestructuras dominantes, alejadas de lo que realmente
necesitan los sujetos en sus contextos y realidades locales y comunitarias.
Recapitulando
las categorías que consideramos fundantes, en el marco de los seminarios sobre pensamientos
y movimientos pedagógicos en América Latina, encontramos por último, la
dialéctica, como ese elemento clave para poner en escena y materializar
estas perspectivas; y de esta manera, avanzar en la construcción de nuevas
subjetividades y nuevas luchas sociales y acciones colectivas, con el
empoderamiento de los procesos de educación popular y pedagogías críticas a
nivel comunitario, de ciudad y en nuestra región latinoamericana.
Para Comenio
(1952-1670) la educación debía tener un "ideal pansófico", es decir,
enseñar todo a todos, pues consideraba que mientras más sabios, más nos
acercamos a Dios (Norodowsky, 1995). Dejando claro que, si esto no se lograba,
era responsabilidad de quien enseñaba, que desde su lógica era un simple
transmisor de información. Desde su entendimiento, la didáctica debía ser
universal, tener orden y método y ser amena (Javier, 2014).
Según los
principios que propone para facilitar la enseñanza y el estudio, era central no
solo tener una planeación y un dominio de las metodologías, el tiempo y los
objetos de conocimiento, sino que también va ser importante esa interacción y
esa comunicación asertiva entre maestro y educando, con lo cual se va
vislumbrar su visión de que la didáctica debe adaptarse a las capacidades del estudiante
(Piaget, 1993).
Freire se va
distanciar especialmente de las miradas autoritarias, dogmáticas y
universalistas alrededor de la didáctica, vista como mero recetario de cocina,
y en su texto Pedagogía de la autonomía. Siete saberes necesarios para la
práctica educativa (2012), nos va decir que por el contrario, enseñar es
una especificidad humana. Que si bien, exige rigor metódico, también va
implicar reflexión ética y estética sobre la práctica pedagógica. Va exigir
además comprender que la educación es una forma de intervención en el mundo,
una mediación que implica saber escuchar, disponibilidad para el diálogo,
querer bien a los educandos, rechazo de cualquier forma de discriminación y el
reconocimiento y exaltación de la identidad cultural (Ortega, 2020).
De acuerdo
con Ortega (2020) la didáctica como una reflexión sobre la práctica de educar,
“está imbricada en y con la pedagogía en los procesos de formación y
socialización en clave de enseñanza y aprendizaje y en la construcción de
cultura política” (p. 114). De tal forma que la didáctica critica no aspira a
que los sujetos se adapten al mundo, sino que primero se sitúa en el contexto,
se concertan mediadores pedagógicos y se instala ese chip que inspira a actuar
en el mundo para transformarlo. Desde Freire:
Se asume la didáctica como el proceso que incorpora múltiples formas
culturales, estéticas, literarias y vinculares de trabajar el acto formativo.
Por ello, en la didáctica se piensan los procesos de transformación,
traducción, reinterpretación y creación, en suma, de reflexión, a partir de una
condición configurante: la alteridad; esta trabaja desde y con la
temporalidad, la espacialidad y la corporeidad. Condición que se instituye en
clave de experiencia formativa para orientar la producción de saberes (Ortega,
2020, P 86) (Negrillas nuestras).
Para Mélich
(1997) los relacionamientos que se van afianzando en las prácticas educativas,
bajo una actitud de hospitalidad y compromiso ético, dan cuenta de esa
alteridad propia en la didáctica a la que se nos invita con gran alegría y
esperanza. De igual forma, desde la lectura de Skliar (2009) se nos va hablar
de una amorosidad educativa, “que tiene que ver con la diferencia, el cuidado,
la relación, la bienvenida, el salirse del yo y la memoria del otro” (p. 145).
Son pues la alteridad, la empatía, la juntanza, y esa idea de amorosidad y
vinculo filial y solidario, peldaños cardinales en los diseños didácticos
críticos.
La
configuración de estas emociones políticas, que se tejen en las pedagogías y
didácticas críticas, nos van a llevar a comprometernos con las transformaciones
desde abajo, desde lo local y las plataformas populares que vayan emergiendo.
Tal como lo plantea Mazzeo (2020) se “nos convoca a trabajar ya sea en pequeña
escala, desde una política de lugar o como perspectiva de cara a construir
“luchas-puente”, que hagan posible una dialéctica de lo cotidiano y lo
teleológico, de la urgencia y la paciencia” (Citado por Ortega, 2020, p. 24);
concibiendo de esta manera cada espacio comunitario, “y a cada lucha
reivindicativa colectiva, como puntas de lanzas para avanzar en el
sentido de los cambios radicales que necesitamos y la construcción de
alternativas sistémicas” (Ortega, 2020, p. 25).
Cinco rasgos constitutivos de la Pedagogía Crítica
El primer
rasgo que destacamos de la Pedagogía Crítica es la lectura, el
reconocimiento y el posicionamiento en el contexto. La implementación
de esta perspectiva, va estar siempre orientada a la pregunta sobre las
condiciones en las que estamos; nos hacemos la pregunta entonces de: ¿En qué
mundo educamos?
Este rasgo
podría entreverse en la afirmación de Freire cuando dice que necesitamos hacer
una lectura del mundo y de la palabra. Consideramos fundamental, tener este
acercamiento previo a las realidades sociales, económicas, políticas y
culturales, de los escenarios en los que se desarrollara la propuesta educativa
o el proceso social y de movilización.
No solo son
las condiciones del entorno, materiales o territoriales, las que se deben leer,
sino también los principios y valores que subyacen en la sociedad y en los
sujetos; las emociones, actitudes, creencias, símbolos y patrimonios
inmateriales. Principios como la corresponsabilidad, la solidaridad, la
justicia reconstructiva y anamnética, al ser leídos:
Permiten agenciar condiciones de posibilidad en procesos de formación
dialógica, en regulaciones colectivas, en rituales del recuerdo y de duelo, en
experiencias de reconciliación, donde el olvido no se permita, las huellas del
desprecio se borren y la justicia sea una respuesta a la injusticia, cualquiera
que esta sea (Ortega, 2020, p. 55).
Igualmente
nos va decir Ortega (2020) que partir de la realidad de los sujetos implicados
en los actos educativos, promueve dinámicas de autoaprendizaje y
fundamentalmente le apuesta a construir conocimientos sociales pertinentes y
relevantes a los contextos de actuación. De ahí que son tan importantes los
proyectos pedagógicos que buscan hacer emerger la memoria, las identidades, el
reconocimiento de prácticas culturales, aportando así a la constitución de
sujetos y “de democracias en la emergencia permanente de conflictos de
distribución cultural, económica, de género, de clase, entre otros” (Ortega,
2020, p. 50). Por consiguiente, esto es esencial para transformar nuestros
entornos, armar nuevas historias llenas de dignidad y fortalecer nuestros
procesos participativos.
Por otro
lado, Torres (2009) va afirmar en relación a este rasgo que, “la educación
desde paradigmas críticos debe fomentar comunidades de indagación y acción, con
capacidad de asombro y curiosidad epistémicos, sensibles hacia las
problemáticas del contexto, con opciones de futuro viables, autónomas,
reflexivas, dialógicas y responsables” (p. 31). Lo cual va ser fundamental para
los siguientes rasgos, en términos de las comprensiones y posicionamientos que
se pretenden instalar en defensa de una sociedad más digna, libre y justa, y de
unos sujetos más autónomos, consientes y activos.
Igualmente, Torres
(2020) también nos va plantear, que la educación popular es radicalmente
contextualizada, por eso se aparta de las propuestas universalistas, como las
impuestas por organismos multilaterales, como el Banco Mundial o la OCDE.
Como segundo
rasgo, destacamos las intencionalidades, que se deben tener
claras, pues nos situamos desde unos fines, unas utopías y proyectos. Nos
hacemos la pregunta entonces de: ¿Para qué mundo educamos?
Una pregunta
muy profunda, que nos lleva a cuestionarnos sobre nuestras realidades, los
devenires y procesos históricos; y las disposiciones que queremos darle a
nuestras prácticas y acciones educativas en nuestros contextos. Nos decía
también Freire (2003) que “no hay práctica educativa que no sea política; no
hay práctica educativa que no esté envuelta en sueños; no hay práctica
educativa que no involucre valores, proyectos, utopías. No hay, entonces,
práctica educativa sin ética” (p. 50-51).
Cuando hay
claridad y determinación ética y política de las intencionalidades, hay mayor
fluidez de los procesos; la sincronicidad va abriendo sus huertas y se van
dando las conexiones necesarias para potenciar los procesos formativos y
populares. Se logra reivindicar igualmente la posibilidad de otros escenarios,
lugares, pretextos, como espacios en los que se puede avanzar pedagógicamente y
políticamente de cara a esas intencionalidades propuestas.
La pandemia del
covid 19, nos ha develado, en un primer momento, en los meses de marzo, un
ánimo solidario, reflejado en iniciativas humanitarias, acciones cooperativas,
vecinales, toda una manifestación de ciudadanías empáticas que pocas veces se
ven; pero con los meses, nos parece que estos ánimos han ido bajando; en el
caso de Colombia, no deja de sorprendernos las masacres y violencia política
que se vive, pero sobre todo la naturalización e indiferencia de muchas
personas, frente a estos terribles y dolorosos hechos.
Puede ser
este momento el vivimos como humanidad, excusa para plantearnos nuevas
intencionalidades, construir nuevas visiones del mundo y proyectos de vida más
sostenibles; pero sobre todo más conscientes de la realidad política, que
requiere muchas más voluntades, para aportar en temas como por ejemplo la paz.
No olvidemos que hay sectores políticos que la quieren estancar, quieren acabar
con la Justicia Especial para la Paz (JEP), sin pensar en las víctimas. Además,
tenemos un gobierno que no le apuesta a la implementación efectiva de los
acuerdos firmados con las FARC. Son pues estos temas, los que nos empiezan a
resonar en esa reconstrucción de nuestros planes de vida y nuestros intereses
como próximos maestrantes en educación y derechos humanos.
Un tercer rasgo que consideramos muy importante, es el reconocimiento del sujeto como sujeto político y productor de saberes, llamado a responsabilizarse y comprometerse. Lo que implica una educación que se posiciona en la dimensión ética y política y que potencia a los sujetos (Ortega, 2020). Es aquí donde nos hacemos la pregunta de: ¿Por qué yo decido educar?
De acuerdo
con Cabaluz (2015) son rasgos centrales de la pedagogía crítica:
1. La naturaleza ético, política e ideológica de la educación, y la
relevancia de la praxis político-pedagógica para la transformación social
radical; 2. La identificación de factores alienantes y deshumanizantes en la
cultura, por ende la educación entendida como proceso de concienciación; 3. La
necesariedad de constituir espacios de auto-educación popular, con y desde los/as
oprimidos/as y explotados/ as; 4. La praxis dialógica como reconocimiento
genuino –no instrumental ni formal– de los saberes populares subalternizados,
de los/as Otros/as en tanto Otros/as; 5. La convicción de que la praxis
pedagógica debe desarrollar y potenciar todas las facultades humanas,
reivindicando las categorías de omnilateralidad e integralidad de la educación;
y 6. El reconocimiento del conflicto Norte-Sur y de los problemas del
colonialismo y el eurocentrismo presentes en la pedagogía (p. 34)
Estos seis
elementos que nos propone el autor chileno, van a implicar ese despertar y esa
lectura crítica del sujeto, en el marco de una educación que lo potencia, y que
lo llevara a comprometerse con la transformación del mundo y la búsqueda
constante de la libertad, la dignidad y la humanización.
Por otro
lado, tal como lo afirman Martínez y Guachetá (2020) no se puede apartar el
carácter social y político de la crítica, pues esta quedaría vulnerable de ser
cooptada por el sistema económico. De ahí que van a decir que asumir este
compromiso demanda ir más allá de comprender, reflexionar y proponer, pues se
“necesita de subjetivaciones y configuraciones subjetivas que dialoguen con el
poder y las relaciones sociales que son funcionales al sistema hegemónico,
primero para comprenderlas y segundo para tomar posición propia frente a estas
(p. 47). Esta toma de posición animara nuevas juntanzas por esos sueños y
visiones comunes, para una incidencia real y potente.
Coincidimos
con el profesor Alfonso Torres (2020), cuando dice, que las pedagogías que se
hacen llamar críticas, que no cuestionen el sistema, sencillamente no lo son.
Se exige entonces una toma de postura, frente a las violencias, la opresión y
las diferentes formas de exclusión y discriminación; por lo cual este
compromiso, va ir de la mano de la participación activa en procesos que
agencien estas transformaciones y se empoderen de estas luchas presentes en los
movimientos sociales.
Es por ello que las prácticas educativas populares exigen de la construcción
de repertorios políticos sostenidos desde una ética de la responsabilidad
asumida esta como cuidado, hospitalidad y acogida de un “otro”, en un encuentro
de corporeidades en conflicto que se mueven en el plano de una significación
subjetiva y de un reconocimiento social (Ortega 2020 p. 63).
Un cuarto
rasgo que destacamos es la posibilidad para el dialogo, y
aquí nos preguntamos: ¿Cómo educar desde el dialogo de saberes?
Para
Cendales y Mariño (2004), el diálogo es algo más que intercambio de saberes,
“se constituye en un espacio en el que afloran emociones, convicciones,
saberes, intereses, sin que podamos prever ni su aparición, ni su secuencia, ni
su intensidad” (Mariño, 2010, p. 24). Se recogen así de Freire, sus
aportaciones a esa concepción de educación dialógica y problematizadora, en la
cual el dialogo va ser una exigencia existencial, que no se reduce al mero acto
de intercambiar y depositar ideas. Va ser entonces un encuentro entre seres que
agencian sus contextos, un encuentro desde el respeto entre semejantes y
diferentes, donde se busque superar la arrogancia y el fundamentalismo, por
medio de la pregunta, “que surge como afirmación del sujeto, capaz de correr riesgos,
de resolver la tensión entre la palabra y el silencio” (Ortega y Torres, 2011,
p. 352).
Igualmente,
desde la mirada de Martínez y Guachetá, ”la formación crítica ha de entenderse
como un proceso gradual y dialógico que exige crear condiciones al maestro, al
contexto y a los currículos establecidos para configurarlos como dispositivos
de acción crítica” (p. 194) en esa medida, el dialogo de saberes propuesto por
Freire, se torna en una tarea común de saber y actuar, configurándose como
fuente de poder desde su carga de criticidad y realidad contenida en el
lenguaje y en las interacciones (Ortega, 2020). Es en este rasgo donde
entrevemos esa educación que se territorializa en lo sensible, en las memorias
y recuerdos, en los símbolos, en las expresiones artísticas y los diálogos
entre los saberes contextuales, disciplinares, específicos, escolares y
sensibles.
Se conecta
de igual forma este rasgo, con la condición configurante de la alteridad,
entendiendo que en “la pedagogía crítica no se trata de ponernos en el lugar
del otro, sino cerquita con el otro, junto al otro” (Ortega, 2020, p. 27), muy
en línea de lo que McLaren (1993) expone, en cuanto a que esta pedagogía elabora
una política de la diferencia, que se opone “activamente a la desvalorización de
aquellos a quienes hemos relegado a la condición de otro” (p. 15). Se trata
entonces de hacer pedagogía y didáctica crítica desde esta mirada que nos
acerca como especie, nos humaniza y dignifica.
Es una
pedagogía desde luego, no solo del cuidado de sí mismo, sino también del otro y
lo otro, que sensibiliza y moviliza acciones disruptivas, en las cuales la
“construcción dialógica, colaborativa y solidaria de conocimiento rompe con los
intereses hegemónicos de negar, silenciar, homogenizar y neutralizar todo
intento de autenticidad y autonomía” (Martínez y Guachetá , 2020, p. 157).
Ya en el
terreno práctico, Ghiso (2017) nos va plantear como uno de los retos de los
procesos de construcción de conocimiento dialógico/solidario, el de seleccionar
y decidir tópicos pertinentes a estudiar; para ello:
Hay que recurrir a la memoria y a la inserción experiencial,
sentipensante y solidaria —emancipadora— de los sujetos participantes,
procurando que no se desliguen del mundo de la vida, de la cotidianidad, del
contexto y de los entornos donde desarrollan sus prácticas sociales. Es ese
nosotros que indaga dialógicamente el que enfrenta problemas, tensiones,
conflictos; es por ello que no se desliga de los hechos que causan indignación
e inconformidad (p. 258).
Finalmente,
un quinto rasgo que destacamos es el marco epistemológico crítico, es decir la perspectiva en la que se inscribe,
que nos lleva a preguntarnos: ¿Desde dónde nos posicionamos?
Podemos
decir con Ortega (2020) que la pedagogía crítica está anclada principalmente
en:
1) una
tradición Anglosajona, nutrida con las ideas de McLaren, sobre la praxis
social; los trabajos culturales de Henry Giroux; las ideas sobre currículos
democráticos, que se enfrentan a la modernización conservadora de Michael
Apple.
2) Una
corriente latinoamericana, expresada en la propuesta de educación popular de
Paulo Freire; de la cual florecen otros referentes como el Grupo de Historia de
las prácticas pedagógicas (GHPP); y además autores como: Simón Rodríguez
(Venezuela); José Martí (Cuba); Enrique Dussel y Estela Quintar (México); Hugo
Zemelman y Graciela Rubio (Chile); José Carlos Mariátegui (Perú); Leonardo Boff
y Moacir Gadoti, (Brasil); José Luis Rebellato (Uruguay); Carlos Cullen y
Adriana Puiggrós (Argentina); Orlando Fals Borda, Arturo Escobar, Rafel Díaz
Borbón, Armando Zambrano, Graciela Bolaños (Colombia).
3) Una
corriente Española, expresada en las contribuciones de Joan Carles Mélich y
Fernando Bárcena desde la Filosofía de la Educación.
4) Unas
importantes aportaciones de la Escuela de Frankfort, con los trabajos de Hannah
Arendt, Max Horkheimer, Walter Benjamin, Herbert Marcuse, Theodor Adorno,
Jurgen Habermas, Axel Honnet (Ortega, 2020, p. 112).
5) Y unas
escuelas de formación en pensamiento crítico en Colombia, donde se reconocen
los trabajos de Lola Cendales, Marco Raúl Mejía, Alfredo Ghiso, Mario Sequeda,
Alfonso Torres, Pilar Cuevas, Jorge Posada, German Mariño, Mario Peresson,
Mario Acevedo, Miryam Zuñiga, Graciela Bolaños, Jairo Muñoz, Henry Escobar,
Fernando Torres. Maestros contemporáneos: Luz Dary Ruiz, Patricia Sierra,
Francy Molina, Disney Barragán, Jennifer Villa, Diana López, Santiago Gómez,
Camilo Jiménez, María Antonia Zarate, Elizabeth Castillo, Diego Herrera, John
Jader Agudelo, Sonia Torres, Julio Palacios, Edison Villa, Diego Muñoz,
Helberth Choachí, Liliana Botero, Stella Pino, Roberth Alfredo Euscátegui,
Javier Betancourt, Luis Enrique Buitrago, Patricia Sierra (Ortega, 2020, p.
65).
Tres desafíos que tenemos que abordar en el contexto del Pensamiento y los Movimientos Pedagógicos en América Latina.
Coincidimos
con los planteamientos de Leonardo Jiménez García, en la presentación de la
edición colombiana del libro: “La Educación Popular Latinoamericana,
historia y claves éticas, políticas y pedagógicas”, de Oscar Jara Holliday,
publicado este año, en los cuales afirma que:
Colombia y quizá toda América Latina afronta tres retos fundamentales
relacionados con la pedagogía crítica: desmercantilizar las relaciones
Universidad - Comunidades, revitalizar las prácticas y pedagogías populares en
contextos comunitarios y fortalecer la sistematización de experiencias como
alternativa para el empoderamiento desde los conocimientos situados y en pro de
la soberanía del saber (p. 15).
Desde
nuestro punto de vista, el primer desafío sobre desmercantilizar las
relaciones Universidad – Comunidades, es muy palpable en Medellín, donde se
evidencian fragmentaciones, pugnas y competencias por acceder a contratos
estatales, privados o mixtos. Observamos también universidades cerradas, sin
compromiso por la vida social y comunitaria; con poco acercamiento para
construir también conocimiento con los actores sociales de su entorno cercano;
y entrampadas en las lógicas del sistema neoliberal.
En este
punto, consideramos clave entender el contexto internacional, pues el
movimiento pedagógico se enfrenta a unos lineamientos pedagógicos y educativos,
impartidas por entidades como el Banco Mundial y el BID, y por otro lado hay
una tendencia mundial a hacer reformas educativas desde el enfoque de la nueva
derecha, que engloba unas formulas neoliberales y neoconservadoras.
No es
extraño que esto este influenciando la inmunización y el darwinismo social en
las instituciones y en las prácticas en las que participamos en nuestra vida
cotidiana. Nos señalan Martínez y Guachetá (2020) que “la reconstrucción del
pensamiento crítico, hoy pasa por la comprensión de las relaciones económicas
que condicionan la totalidad de la vida de los seres humanos” (p. 108). Por
ello es clave conocer estas lógicas y tendencias, que están llegando con fuerza
para privatizar y mercantilizar la educación, desde diferentes macropolíticas
globales incrustadas en nuestros países.
De ahí que
el profesor Alfonso Tamayo (2020), nos decía que frente a las políticas
neoliberales que se extienden al campo educativo, el movimiento pedagógico
latinoamericano está llamado a la defensa de la educación pública como derecho
fundamental.
Y esto
implica que asumamos también posturas frente a la opresión y los estados
autoritarios, buscando cada vez mayores comprensiones sobre los dispositivos de
control (Muchas veces simbólicos e invisibles), de los cuales nos queremos
liberar. Esto permitiría identificar con mayor claridad qué proyectos y
procesos educativos son realmente críticos y emancipadores, pues la etiqueta de
“crítico” se está tornando en una moda y está siendo utilizada en procesos que
no necesariamente entrarían en la perspectiva o macromolde crítico. Llamarnos
críticos no nos hace críticos.
Volviendo
con Martínez y Guachetá (2020), el carácter crítico implica una movilización
del pensar crítico que promueva procesos de subjetivación y mantenga el foco y
la agudeza, pues frente a estas políticas:
Se requiere sospechar y ser cautelosos con la adopción de las retóricas
empleadas en las propuestas educativas y no caer en la ingenuidad de que la
preocupación por el desarrollo del pensamiento crítico está orientada a la
eliminación de las injusticias, las desigualdades sociales y la pobreza; está
suficientemente documentado que dichos conceptos están ubicados en el marco del
liberalismo y el capitalismo (p. 37).
El ideal
entonces seria, que esa desinstalación del paradigma capitalista-neoliberal de
la Nueva derecha que permea las relaciones entre universidad y comunidad, se de
por medio de lo que Ghiso (2017) llama un vínculo afianzado en reflexividad dialógica, sentipensante
que permita la producción de saberes en dialogo academia, organizaciones
sociales, sector privado y estado.
Es clave
además según el profesor Alfredo Tamayo, hacer valer el saber pedagógico de
maestras y maestros; cuestionar el modelo que banqueros quieren imponer en las
políticas públicas educativas, que las universidades se vinculen a procesos
sociales y comunitarios; seguir posicionando la educación popular y las pedagogías
críticas en nuestras investigaciones, y buscar que no se conviertan solo en una
clase, en un proyecto o un discurso sin proceso sólido, “que la pedagogía crítica
y la educación popular sea raíz, tronco y ramaje”.
En
definitiva, como lo apunta Piedrahita (2017, p. 20) “el pensamiento crítico hoy
está llamado a crear alianzas, y a actuar colectivamente para construir
resistencias y alternativas al modelo económico; las redes de cooperación deben
contribuir a la creación de una nueva sociedad civil global, donde los actores
no estatales puedan tener incidencia en las transformaciones sociales, la
justicia social, la igualdad, las libertades civiles, los derechos humanos”
(Citado por Martínez y Guachetá, 2020, p. 91). Alianzas que según McLaren deben
hacerse también a nivel transnacional.
Un segundo
desafío que proponemos, en la misma línea de lo que plantea Jiménez, tiene que
ver con la revitalización de las prácticas y pedagogías populares en
contextos comunitarios.
Aquí los
maestros y educadores, juegan un importante rol al empoderarse bajo estas
perspectivas, rompiendo con ese imaginario que les concibe como meros
trasmisores de información. Se les debe deshipotecar el pensamiento crítico,
que ha sido adormecido por el discurso de autoayuda; de la psicología positiva;
de la competencia y la competitividad; y de la acreditación, con las
exigibilidades y formalismos impuestos por los Ministerios de Educación.
De acuerdo
con el profesor Alfonso Tamayo (2020), hay un gran desconocimiento de la
educación popular en los contextos locales, por eso es clave su apropiación y
visibilización como expresión de la pedagogía crítica, la articulación de
procesos de lucha pedagógica, el fortalecimiento de la cultura política en
maestros y maestras, por medio de procesos de formación situados en la vida
cotidiana y que se proyecten a lo comunitario.
Sumado a
esto, Ortega (2020) nos plantea que:
Trabajar en torno a proyectos de formación y organización en y desde la
educación popular nos exige que sean
asumidos desde un direccionamiento ético y una apuesta política que posibilite
relievar las expectativas de vida de los sujetos y sus colectividades, cuidar
sus entornos, resignificar sus cotidianidades, atender sus urgencias existenciales,
culturales y económicas, revitalizar el afecto en la confianza, en la
solidaridad, en la responsabilidad y en la espiritualidad, para que juntos
podamos construir proyectos de vida digna y de vida justa para tiempos largos
(p. 102)
De cualquier
modo, como lo dice Alfredo Ghiso, la dinamización del vínculo social, será
siempre un referente fundamental en la educación popular y la pedagogía
critica, ayudando a conseguir lo que el estado no brinda: la construcción de
comunidades amorosas, filiales, solidarias, donde se contemple el cuidado de sí
y el cuidado del otro, y se profundice en el diseño de “repertorios, políticos,
éticos y espirituales” (Ortega, 2020, p. 140), para atender las situaciones y
todo lo que ocurre en la vida familiar, comunitaria, escolar y en la ciudad.
El tercer
desafío en el que coincidimos con Jiménez está relacionado con la necesidad
de fortalecer la sistematización de experiencias como alternativa para el
empoderamiento desde los conocimientos situados y en pro de la soberanía del saber.
Para el
movimiento pedagógico es crucial ir elaborando cajas de herramientas,
sistematizaciones, dialogo de saberes y espacios de diálogo público, donde se
diseñen estrategias de organización, empoderamiento e incidencia, no solo en
las políticas públicas educativas, sino también en las transformaciones
culturales y en los procesos de sensibilización y emancipación en los que
participe. Procesos en los que se posibilite la construcción de conocimiento
desde el dialogo de saberes, la educación popular y la educación experiencial y
vivencial. Aquí “la pedagogía crítica, que incorpora múltiples formas
culturales, estéticas, literarias y vinculares de trabajar el acto formativo”
(Ortega, Merchán y Castro, 2018, p. 198) se convierte en una gran aliada para
diseñar este tipo de iniciativas en nuestras comunas, en la ciudad, a nivel
nacional y regional.
Para el
profesor Tamayo (2020), en el caso de Colombia, el movimiento debe exigirle a
FECODE que brinde las garantías para la realización de un tercer congreso
nacional de pedagogía. Además, es necesario consolidar las redes de maestros,
hacer sistematizaciones y estados del arte. Fundamental que el movimiento
pedagógico defienda algunos aspectos de la ley 115 de 1994, como el gobierno
escolar, la revisión de los Planes Educativos Institucionales (PEIs) y la
recuperación de la autonomía.
Al construir
movimiento desde una política de lugar y círculos de cultura, se irán bordando
esos tejidos precisos para la resistencia y la metamorfosis que se requiere en
nuestra sociedad y el campo educativo. De tal manera que las iniciativas de
sistematización de experiencias cumplen una interesante función, no solo de
visibilización y denuncia, sino también de fortalecimiento de prácticas
pedagógicas, construcción de simbiosis, fractales y redes, cartografiables y
replicables por su potencialidad, entrega y espíritu esperanzador.
Termina
diciéndonos el profesor Tamayo (2020), que hay que escuchar lo que nos quiere
decir la etnoeducación y los saberes originarios y ancestrales, “Los
indígenas en educación la tienen clara, porque entienden que aquí se juega la
supervivencia del planeta y lo público”.
Por
consiguiente, necesitamos más sistematizaciones de estos saberes y patrimonios,
y urge reinventar las luchas sociales y las formas de recoger, codificar y
caracterizar estas luchas, experiencias y conocimientos, dado que “los
proyectos de formación, organización y movilización para los sectores populares
no están asegurados, se hacen posibles desde prácticas poéticas, instituyentes
y de resistencia” (Ortega, 2020, p. 104). De tal manera que, las
sistematizaciones y los programas y proyectos de investigación, leídas en clave
de pedagogía crítica y emancipatoria, posibilitan la reconstrucción de estos proyectos
y la configuración de nuevos procesos alternativos, populares, ecológicos,
memoriales, decoloniales, feministas, pluriétnicos y otros, que aporten al
movimiento pedagógico en América Latina.
Recordemos a
Sousa Santos (2010) cuando nos habla de la sociología de las ausencias, en
relación a las investigaciones:
Se trata de transformar objetos imposibles en objetos posibles, objetos
ausentes en objetos presentes. La no existencia es producida siempre que una
cierta entidad es descalificada y considerada invisible, no inteligible o
desechable. No hay por eso una sola manera de producir ausencia, sino varias.
Lo que las une es una misma racionalidad monocultural (p. 22).
Puede ser
este un camino para salir de esta monocultura del saber y la racionalidad
instrumental, en todo caso, vale la pena reflexionar sobre estos desafíos y
buscar alternativas para superarlos y avanzar de esta forma en lo que Jiménez
llama soberanía del saber; y en la potenciación del pensamiento y el movimiento
pedagógico.
Aportamos un
cuarto desafío, que consideramos transcendental y es cuestionar por medio de las pedagogías críticas, sistemas de
opresión que requieren de esfuerzos profundos, como el sistema heteronormativo
y binario (De sexo-género).
Estos
sistemas hegemónicos están incrustados en nuestra cultura y desde las pedagogías feministas y el lésbicas, que se han dado la pelea por
deconstruir estas estructuras; es mucho lo que se puede aportan si unen lazos
latinoamericanos en pro de estas luchas. Igualmente, desde la pedagogía
decolonial, se abren importantes puertas para trabajar por causas comunes, en
clave interseccional.
Un
movimiento pedagógico que se articule y haga florecer mucho más estas miradas,
es lo que demandan estos tiempos, más cuando concretamente, de acuerdo con
Florez (2013), “la pedagogía decolonial, se presenta como un proyecto educativo
emancipador que denuncia la imposición del paradigma racional moderno
occidental” (p. 97) un paradigma fundado en verdades incuestionables,
desatadoras de epistemicidios para quienes cuestionan el pensamiento universal,
único, blanco y patriarcal.
De igual
manera, la pedagogía feminista, cuestiona el sistema de opresión patriarcal,
capitalista, heterosexual, planteando un espacio de encuentro, de movimiento,
movilización y acción colectiva; proponiendo el arte como herramienta política
para evidenciar en las calles, los espacios, los territorios, las distintas
opresiones que vivimos las mujeres, lesbianas, trans, campesinas, indígenas,
afrodescendientes, migrantes.
Una muestra
de estos procesos, merecedores de las sistematizaciones de las que hablábamos
en el tercer desafío de este punto, es el colectivo “Pañuelos en rebeldía”, para quienes la propuesta de una “pedagogía popular feminista”, actúa no
como un límite, sino como una apertura, una manera de nombrar una posición en
la batalla cultural, que cuestiona al conjunto de relaciones de poder (Karol,
2007). Propuesta que al igual que el transfeminismo y el transfeminismo anti-especista,
subvierte lo establecido, lo instituido, el orden como tal, para darnos un
toque de entropía, de desorden bello y estético, de performance y caos.
Aspiramos a ser partes de una pedagogía popular que tienda a desorganizar
las relaciones de poder con un sentido subversivo, revolucionario. Una
pedagogía que parte de los cuerpos para pronunciar palabras, recuperando el
valor de la subjetividad en la creación histórica, y criticando, una y otra
vez, las certezas del punto de partida (Karol, 2007, p. 18).
Conectar
mucho más el pensamiento pedagógico latinoamericanao con estas visiones,
prácticas, colectivos, que constituyen nuevos proyectos educativos
emancipadores, es de gran valor para el movimiento, y por parte de la pedagogía
lésbica y feminista, tenemos mucho por aportar, teniendo en cuenta tal como lo
dice Karol (2007), que esta pedagogía “tiene una de sus claves en el encuentro de
la memoria no sólo de las opresiones, sino también de las resistencias.
Pedagogía que prefiere el testimonio al silencio de los textos” (p. 19), rasgo
que indica el mar de posibilidades que se abren para construir y deconstruir
desde aquí y hacia múltiples escenarios.
Con este
desafío que proponemos, queremos generar, reflexión, en torno a cómo
construimos un nuevo proyecto político emancipatorio, un proyecto de humanidad
para las históricamente excluidas y marginas del sistema patriarcal-capitalista-heterosexual. Nuestro devenir es la construcción de la
amistad política entre mujeres, el amor, el abrazo, el encuentro, la palabra,
las complicidades y la lucha por la supervivencia, en todas sus formas y
manifestaciones.
Animamos a
que surjan y se fortalezcan más estas pedagogías inconvenientes, irreverentes,
revolucionarias, rebeldes, festivas, autónomas, libertarias y sobre todo basadas
en el amor entre mujeres, superando la misógina histórica tan funcional al
patriarcado. Que se unan como cardúmenes con otras corrientes críticas,
abriendo nuevos horizontes epistémicos, políticos, culturales, llenos de
esperanza para nuestra región.
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